viernes, 29 de octubre de 2010

POLONIA TRAICIONADA. Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia Stalin (VI). Jorge Álvarez.

Sikorski, el gobierno polaco de Londres y la Carta Atlántica


Desde el primer momento Sikorski se puso incondicionalmente del lado del recién nombrado Churchill en su firme resolución de resistir a Hitler a toda costa. Combatientes polacos que habían conseguido abandonar su patria después de la invasión alemana se integraron en las fuerzas armadas británicas y colaboraron en su esfuerzo de guerra desde el primer momento. No deja de resultar curioso cómo los patriotas polacos, después de haber sido absolutamente abandonados por los británicos durante el ataque alemán, colaboraron activamente en el esfuerzo bélico de éstos luchando en la fracasada campaña de Noruega y en la posterior batalla aérea de Inglaterra. Los pilotos polacos integrados en la RAF contribuyeron a salvar al Reino Unido en el crítico verano de 1940.

Las relaciones diplomáticas y militares de los polacos del exilio con el gobierno británico siguieron su curso normal en una línea de colaboración y apoyo que no sufriría alteraciones durante los meses siguientes.

Pero en Junio de 1941 se desencadenó la operación Barbarroja, la invasión alemana de la Unión Soviética. Inmediatamente Churchill lanzó un mensaje público de apoyo a Stalin en su guerra contra Hitler. Para los británicos, que habían ignorado hipócritamente la invasión soviética de Polonia así como las posteriores de Lituania, Estonia y Letonia y las agresiones a Finlandia y Rumania, no suponía ningún problema, sino todo lo contrario, entrar en una alianza bélica con Stalin. Sin embargo, para el gobierno de Sikorski aceptar como nuevo aliado al país que se había repartido su patria con los nazis a escondidas, que lo había invadido brutal y traicioneramente por la espalda cuando llevaba más de dos semanas luchando contra Alemania en la frontera occidental y que había deportado a decenas de miles de prisioneros polacos, de los que nada se había vuelto a saber desde hacía ya casi un año, resultaba un trago bastante amargo.

En cualquier caso, a los polacos del gobierno exiliado en Londres no les quedaba más alternativa que aceptar las decisiones de política exterior de los británicos. No ignoraban que para Churchill la contribución al esfuerzo bélico contra Alemania que podía aportar la URSS se estimaba muy superior a la que aportaban los polacos del exilio. Sikorski y su gobierno aceptaron sin rechistar a la Rusia soviética como nuevo aliado en la guerra contra los nazis.

Un mes y medio después de la invasión alemana de la URSS el primer ministro cruzó el Atlántico para entrevistarse con el presidente Franklin D. Roosevelt. El histórico encuentro tuvo lugar entre el 9 y el 10 de Agosto de 1941 en la bahía de Placentia en Terranova. Churchill llegó en el acorazado Prince of Wales, una moderna joya de la Royal Navy que los japoneses echarían a pique poco después, y Roosevelt aguardaba en el crucero Augusta. El encuentro, que pasaría a la historia cono Conferencia Atlántica, dio a luz un rimbombante documento muy del gusto y del estilo de la diplomacia de Roosevelt llamado la Carta Atlántica y que constituiría algo así como el embrión de las Naciones Unidas y que fue inmediatamente suscrito por los Estados Unidos y Gran Bretaña.

La declaración final recogía los siguientes principios francamente interesantes:
1. Los países signatarios se comprometen a no buscar ningún engrandecimiento territorial.
2. Cualquier cambio o ajuste territorial debe producirse de acuerdo con los deseos libremente expresados de las poblaciones interesadas.
3. Los países signatarios respetarán el derecho que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir. Serán restablecidos los derechos soberanos y el libre ejercicio del gobierno a aquellos a quienes les han sido arrebatados por la fuerza.
4. Se extenderá a todos los Estados, pequeños o grandes, victoriosos o vencidos, la posibilidad de acceso en condiciones de igualdad  al comercio y a las materias primas mundiales que son necesarias para su prosperidad económica.
5. Se desarrollará entre todas las naciones la colaboración más completa, en el dominio de la economía, con el fin de asegurar a todos las mejoras de las condiciones de trabajo, el progreso económico y la protección social.
6. Tras la destrucción total de la tiranía nazi, se establecerá una paz que permita a todas las naciones vivir con seguridad en el interior de sus propias fronteras y que garantice a todos los hombres de todos los países una existencia libre sin miedo ni necesidad.
7. Una paz así permitirá a todos los hombres navegar sin trabas sobre los mares y los océanos.
8. Existe la convicción de que todas las naciones del mundo, tanto por razones de orden práctico como de carácter espiritual, deben renunciar totalmente al uso de la fuerza. Puesto que ninguna paz futura puede ser mantenida si las armas terrestres, navales o aéreas continúan siendo empleadas por las naciones que la amenazan, o son susceptibles de amenazarla con agresiones fuera de sus fronteras, consideran que, en espera de poder establecer un sistema de seguridad general, amplio y permanente, el desarme de tales naciones es esencial. Igualmente ayudarán y fomentarán todo tipo de medidas prácticas que alivien la pesada carga de los armamentos que abruma a los pueblos pacíficos.
Franklin D. Roosevelt — Winston Churchill
14 de agosto de 1941

Como primera curiosidad, no deja de resultar llamativo el hecho de que una declaración tan preñada de idílicos principios acerca de la paz y el desarme y de la libertad de los pueblos a elegir sus formas de ser gobernados, del derecho a no ser privados de su territorio sin su consentimiento, y al de tener libre e igualitario acceso a los mercados y a las materias primas fuese firmado por Winston Churchill, el líder máximo del imperio más vasto de la tierra, que gobernaba a más de 600 millones de personas a las que no permitía elegir la forma de gobierno ni las fronteras de su patria, que explotaba en su exclusivo beneficio los recursos naturales de cerca de un cuarenta por ciento de la superficie terrestre en un saqueo constante que no había conocido equivalente remoto en la Historia mundial y que contaba por aquellas fechas con más armas y tropas desplegadas por el planeta para proteger sus intereses que ninguna otra nación.

Roosevelt por su parte, aspiraba a que al final de la guerra los imperios coloniales europeos desapareciesen, no por ninguna de las preocupaciones altruistas recogidas en el pomposo documento, sino para acabar con los mercados cautivos que las potencias europeas tenían en sus colonias y que en gran medida permanecían cerrados al comercio para las grandes empresas norteamericanas. Todas las alusiones al libre acceso a las materias primas y a la libertad de navegación no iban dirigidas ni contra Alemania, que carecía de Imperio colonial, ni a favor de las naciones del Tercer Mundo. Cualquiera que no fuese tonto podría entender la nula importancia que tendría para una ex colonia recién emancipada el libre acceso a las materias primas y el derecho a la libre navegación, cuando resultaba obvio que no iba a tener dinero para adquirir las primeras ni barcos para transportarlas en mares libres. Realmente se trataba de que las grandes corporaciones norteamericanas pudiesen explotar las materias primas de las antiguas colonias europeas y poder transportarlas libremente por los mares sin la habitual y molesta presencia coercitiva de la Royal Navy, el gendarme de los mares.

En cualquier caso, esta farisaica declaración de principios realizada por los líderes del mundo anglosajón en el verano de 1941, habría de causarles ciertos problemas muy poco tiempo después.

El 24 de Septiembre de 1941, por si cabía alguna duda a alguien con un mínimo de sentido común de que la Carta Atlántica era el mayor monumento construido por la humanidad a la hipocresía, la Unión Soviética de Stalin, la suscribió.

El gobierno de Sikorski en Londres, que mantenía permanentes y fluidos contactos con los resistentes de la Polonia ocupada por diferentes vías, llevaba meses preocupado por la suerte de los más de veinte mil oficiales y líderes sociales, culturales y políticos que habían sido deportados a la Unión Soviética en Octubre de 1940 y de los que se había perdido todo rastro a partir de Abril del mismo año. No obstante, a partir de la invasión nazi de la URSS, los polacos y los rusos formaban parte del mismo bando, lo cual hacía suponer que la nueva condición de aliados resolvería fácilmente este espinoso asunto de forma que los polacos prisioneros serían puestos en libertad para luchar contra el enemigo común.

El 30 de Julio de 1941, a instancias de su protector británico, el gobierno de Sikorski, que había roto las relaciones con la URSS tras la invasión de Polonia por el Ejército Rojo, las restableció y firmó un tratado con los soviéticos. En Diciembre de 1941 el general Sikorski aceptó la sugerencia de Churchill de que viajase a Moscú junto al general Anders, comandante de las fuerzas polacas libres, y al ministro de Información profesor Stalisnas Kot, para limar viejas asperezas y afrontar una estrategia común contra el enemigo nazi. El encuentro tuvo lugar en el Kremlin el 3 de Diciembre. Unos días antes, el gobierno soviético, ante la cambiante situación internacional, que convertía a los antiguos enemigos en aliados, había anunciado la liberación de los polacos que habían sido apresados en septiembre de 1939. Como no podía ser de otra forma, Sikorski y Anders llevaban en su agenda este delicado asunto con la intención de que Stalin y Molotov aclarasen algunos puntos bastante oscuros. A pesar de la anunciada amnistía, el gobierno polaco seguía sin saber nada de decenas de miles de oficiales polacos. Si habían sido puestos en libertad, la pregunta era inevitable ¿dónde estaban? Las respuestas del máximo mandatario soviético y de su ministro de exteriores demostraron la catadura moral del régimen bolchevique. Stalin aseguró a sus interlocutores que todos los polacos habían sido liberados sin excepción y que las razones por las que algunos no habían aparecido todavía no eran de su incumbencia. Cuando Sikorski le dijo que tenía una lista con miles de oficiales que seguían en paradero desconocido, lo cual debería significar que seguían realmente bajo cautiverio en la URSS, Stalin, sin inmutarse, respondió que eso era imposible, que la única explicación es que se habrían fugado. Cuando el general Anders le replicó que era absolutamente imposible que miles de hombres desapareciesen así como así sin dejar rastro, Stalin respondió que tal vez se hubiesen escapado a Manchuria. ¡A Manchuria! Cualquier persona sensata, y Sikorski lo era, entendería que miles de oficiales polacos liberados del cautiverio no marcharían como un solo hombre hacia las inhóspitas tierras del Este.

Stalin, para tranquilizar a sus invitados, manifestó que la Unión Soviética apoyaba la existencia de una Polonia fuerte e independiente para después de la victoria frente a los nazis y esperaba la colaboración con el gobierno polaco del exilio para derrotar al enemigo común. Aunque durante todo el encuentro con los polacos (a los que odiaba y a los que había recibido única y exclusivamente porque acudían como protegidos del Reino Unido) Stalin no había hecho más que mentir descaradamente, se había visto obligado, también por las delicadas circunstancias, a tratarlos con cierta amabilidad (el Tercer Ejército Panzer de Reinhardt se hallaba a las puertas de Moscú) y autorizó a Anders a sacar de la URSS a los polacos que quisieran partir para formar una fuerza de combate que se organizaría bajo control británico en Oriente Medio.

Sikorski y Anders, regresaron a Londres conscientes de que habían hecho lo único que podían hacer, a tenor de las circunstancias, pero también conscientes de que las palabras de Stalin encerraban intenciones bastante siniestras.

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