viernes, 26 de noviembre de 2010

POLONIA TRAICIONADA. Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia a Stalin (IX). Jorge Álvarez.

La primera grieta en la Gran Alianza


Cuando el 18 de Julio a Stalin le llegó la comunicación de Churchill de que por el momento sus aliados iban a dejar de enviarle ayuda, los panzers alemanes avanzaban hacia el Cáucaso de forma aparentemente imparable. Justo en el momento en el que la Unión Soviética volvía a encontrarse a merced de la furia del grueso del ejército nazi, los anglosajones suspendían el envío de convoyes y aplazaban la fecha para abrir el segundo frente en Europa hasta, por lo menos, 1943.

Stalin, el 23, hizo saber a Churchill y a Roosevelt, mediante un comunicado dirigido al primero sin ningún tipo de refinamiento diplomático, que para el gobierno y el pueblo de la Unión Soviética, la actitud de los angloamericanos resultaba indignante y decepcionante.

En Whitehall, los informes que llegaban desde la embajada en Moscú revelaban de forma preocupante que Stalin empezaba a sospechar que los británicos y los norteamericanos habían decidido dejar a la URSS desangrarse sola frente las fuerzas invasoras alemanas. El líder soviético temía que las democracias anglosajonas optasen por abandonar a Rusia a su suerte y esperar el momento más propicio para entrar de verdad en la guerra en el momento en el que tanto Alemania como la URSS, estuvieran exhaustas. Churchill comenzó a contemplar con auténtico pánico que esta crisis de confianza pudiese acabar con una paz por separado entre Stalin y Hitler. Después de todo, no resultaba un escenario disparatado, pues en 1939 ambas naciones ya habían sido capaces de alcanzar un acuerdo. A finales de Julio, Clark Kerr, embajador británico en Moscú sugirió al Primer Ministro que volase hasta la capital soviética para entrevistarse con Stalin e intentase limar asperezas. Churchill asintió y comenzó de inmediato a preparar un viaje largo, peligroso e incómodo. Cualquier sacrificio era poco con tal de recuperar la confianza de Stalin en la Gran Alianza.

El 12 de Agosto de 1942 Churchill visitaba a Stalin en el Kremlin. Efectivamente, Stalin estaba enojado. El recibimiento que éste dispensó a su invitado fue premeditadamente frío y aún más lo fue el tono de las recriminaciones que le hizo en cuanto empezó a hablar. Churchill no tenía nada tangible que ofrecer a Stalin para tratar de ganarse su confianza más que buenas palabras y promesas para el futuro. El líder soviético enseguida se percató de este hecho y de que la visita del Primer Ministro a Moscú no tenía más finalidad que la de tranquilizarle a fin de evitar que Rusia se saliese de la guerra mediante algún tipo de arreglo con los nazis. Stalin era infinitamente más astuto que los dirigentes anglosajones. Aunque su situación militar era muy delicada en esos momentos, comprendió que podía sacar grandes ventajas políticas del miedo que sus aliados tenían ante la posibilidad de que Rusia los abandonase en la sangrienta contienda que libraban contra Hitler. Hasta esa fecha, los ejércitos británicos no habían cosechado más que catastróficas derrotas en los encuentros que habían tenido con los nazis y, por su parte, los americanos ni tan siquiera se habían enfrentado aún a ellos en ningún frente. La campaña de bombardeos terroristas sobre las ciudades alemanas era la única contribución británica a una guerra en la que hasta la fecha, cada vez que combatían contra el ejército alemán sobre un campo de batalla, hacían el ridículo.[1] El propio Churchill lo reconoció con franqueza, aunque en un documento privado, una carta que escribió al líder laborista Clemente Attlee el 29 de Julio de 1942:

“Tras mucho reflexionar, he llegado a la conclusión de que, en general, los grandes bombardeos constituyen nuestra principal esperanza de ganar la guerra, pues van a tener que pasar años antes de que las fuerzas terrestres británicas y estadounidenses sean capaces de derrotar a los alemanes en igualdad de condiciones en campo abierto.”

Aunque al Ejército Rojo por entonces tampoco le iban demasiado bien las cosas, era el único de los ejércitos aliados que estaba causando bajas sensibles a la Wehrmacht alemana. Stalin comenzó a percibir con claridad que si trataba a sus aliados anglosajones con una mezcla de rudeza y victimismo, exagerando a ratos su desconfianza hacia ellos y administrando prudentemente los reproches por su falta de agresividad, al final, conseguiría prácticamente todo lo que les pidiera. 

Ya en la primera reunión del día 12, ante la batería de disculpas y evasivas de Churchill por haberse visto obligado a suspender los convoyes después del desastre del PQ 17 y por no considerar prudente la apertura del segundo frente hasta 1943, Stalin le dijo con calculada aspereza: “Quien no está dispuesto a asumir riesgos jamás ganará una guerra.”

Durante las cuatro entrevistas Stalin jugó con Churchill como el gato con el ratón. Deliberadamente, los tres primeros días, de una reunión a otra, fue aumentando la tensión y la agresividad hasta sacar por completo de sus casillas al temperamental Primer Ministro. El tercer día, después de una cena en su honor ofrecida por los soviéticos, Churchill regresó a su alojamiento desquiciado por el trato distante y abiertamente grosero que le había dispensado su anfitrión. Fue presa de un ataque de ira muy parecido a la pataleta de un niño mimado al que se le niega algún capricho. Todo lo ocurrido durante las reuniones y después de ellas en la privacidad de sus aposentos lo sabemos por las declaraciones posteriores del embajador británico, Clark Kerr y de su médico Charles Wilson.

“¿Es que no se da cuenta Stalin de con quién está hablando?-gruñía- ¿No ve que soy el representante del Imperio más poderoso que haya conocido el mundo?[2]

Churchill, herido en su orgullo, había decidido abandonar Moscú al día siguiente y dar por terminada su relación con Stalin. Los consejos de Clark Kerr le hicieron cambiar de opinión y acudir a una última reunión con el líder soviético.

En este cuarto y último encuentro Stalin comenzó con el mismo tono brusco de los días anteriores e insistiendo en los mismos reproches pero, al finalizar la reunión invitó a Churchill a una cena privada en su apartamento del Kremlin. Allí cambió por completo de táctica, se comportó de forma cortés y amable y según el vino primero y el vodka después iban llenando los estómagos, Stalin acabó bromeando y desplegando toda la simpatía de la que era capaz con su ilustre invitado.

Churchill regresó a Londres el día 16. Después de unos malos comienzos, consideraba que su visita a Moscú había sido un éxito y que había conseguido establecer un vínculo de confianza personal con Stalin. La verdad es que no había conseguido absolutamente nada. Stalin había jugado con él a su antojo, le había humillado o adulado en cada momento de la forma más conveniente para sus propósitos. Y para nada había cambiado la percepción que tenía de que los anglosajones estaban comportándose de forma torticera con la unión Soviética. Además, Churchill, con la única finalidad de tranquilizar a su anfitrión, se había comprometido a la apertura del segundo frente para 1943, sin tener la más mínima idea de si sería posible acometer la empresa en ese año. Como finalmente los aliados anglosajones se vieron obligados a retrasar una vez más el desembarco en Francia hasta 1944, esta nueva promesa incumplida habría de traer consecuencias. Pero no anticipemos acontecimientos.


[1] La afirmación no es en absoluto exagerada. En Noruega, en Francia, en Grecia y Creta, en Libia… en todas partes las tropas británicas habían sido estrepitosamente derrotadas por los alemanes, en muchas ocasiones, por fuerzas muy inferiores en número y equipo.
[2] Laurence Rees, Op. Cit., p. 192.

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