lunes, 2 de mayo de 2011

POLONIA TRAICIONADA.Cómo Churchill y Roosevelt entregaron Polonia a Stalin (XIX). Jorge Álvarez.

Churchill como Chamberlain

Stanislaw Mikolajczyk

A su regreso a Londres, durante una reunión del Consejo Nacional el 27 de Octubre, Mikolajczyk presentó un informe sobre lo acontecido en Moscú y, de forma sorprendente, aconsejó a éste que aceptase la Línea Curzon como frontera oriental de Polonia.


El gobierno polaco se dirigió entonces al británico para que le aclarase algunos aspectos del asunto ruso-polaco que aparecían bastante oscuros. En concreto, querían saber qué garantías tendrían por parte de los aliados occidentales a la hora de acordar unas fronteras justas en una eventual conferencia de paz y para garantizar la libertad y la soberanía de Polonia frente a la Unión Soviética.

Churchill, a primeros de Noviembre, respondió con evidente desgana y malos modos con una nota repleta de las habituales ambigüedades acerca del apoyo británico a una Polonia independiente y amiga de la URSS. Y, de paso, conminó al gobierno polaco a que manifestara, sin más dilación, su rechazo o reconocimiento de la Línea Curzon como frontera oriental de su patria.

Los polacos, ante la falta de garantías mínimas, insistieron en que no podían admitir la Línea Curzón como frontera, al menos hasta que en el marco de una conferencia internacional de paz en la que el gobierno polaco debía participar oficialmente, se debatieran todos los aspectos relativos a la soberanía y a la integridad de Polonia.

El día 24 de Noviembre de 1944 el presidente Mikolajczyk, que definitivamente había optado por aceptar las recomendaciones británicas para aceptar la Línea Curzon y participar en un gobierno con elementos comunistas del Comité de Lublin presento su dimisión. Churchill había conseguido romper la unidad de los polacos de Londres y Mikolajczyk accedió a colaborar en la triste maniobra urdida por el Primer Ministro británico para presentar ante la opinión pública su repugnante traición a Polonia como si se tratase de un acuerdo político en el que los polacos hubiesen participado de forma libre y voluntaria.

Mikolajczyk fue sustituido al frente del gobierno polaco en el exilio por Tomasz Arciszewski, uno de los líderes de la insurrección de Varsovia que había conseguido huir de la ciudad antes de su caída y refugiarse en Londres.

Por su parte, Churchill, al regresar de Moscú el 19 de Octubre escribió:

“He charlado muy amigablemente con ese viejo oso (Stalin). Cada vez que lo veo, le tomo más aprecio. Han empezado a respetarnos, y estoy convencido de que desean colaborar con nosotros.”

Antes de seguir, parece conveniente hacer algunas consideraciones acerca de lo ocurrido en Moscú en esos días de Octubre de 1944. La actitud de Churchill hacia Polonia hace inevitable establecer algunas comparaciones con la que mantuvieron los británicos hacia este mismo país en la primavera y el verano de 1939. En aquellos decisivos días, los alemanes ofrecían a Polonia una negociación en base a unos acuerdos en los que las dos partes cedían y, por otra parte, la cesión que los alemanes planteaban a Polonia resultaba, contemplada desde la realidad del momento, razonable. El estado polaco debía ceder la soberanía de Danzig, con más de un noventa por ciento de población alemana, al Reich y acceder a la construcción de una carretera y una vía férrea que atravesaría el “corredor”, una estrechísima franja de territorio polaco. A cambio el gobierno alemán se comprometía a reconocer las fronteras occidentales de Polonia, algo que desde el fin de la Primera Guerra Mundial ningún gobierno alemán se había ni tan siquiera planteado hacer. Ya vimos como los polacos, espoleados por el apoyo que supuso la garantía de Chamberlain, rechazaron las bases de esta negociación de forma terminante. En aquel momento, los dirigentes británicos no acusaron a los polacos de irresponsables, ni de irrazonables, ni de estar locos de remate ni de ser gentes insensibles dispuestas a hundir Europa. Tampoco les acusaron de estar, por su intransigencia, precipitando al mundo a una guerra que podía costar cincuenta millones de vidas. No les instaron a comprender que si no accedían a las demandas alemanas, posiblemente, en vez de perder una ciudad que además nunca antes les había pertenecido, perderían su libertad y serían aniquilados. No sólo no hicieron nada de esto, sino que les animaron a rechazar cualquier negociación, a no ceder en nada y a ir a la lucha con su apoyo si fuese preciso.

En la primavera de 1939 los dirigentes británicos animaban a los polacos a no entregar una ciudad a Alemania y consideraban a sus dirigentes como unos individuos sensatos a los que había que proteger incluso lanzando al Imperio a la guerra para defenderlos.

A finales de 1944 los dirigentes británicos presionaban a los polacos a entregar a Rusia no una ciudad, sino casi la mitad de su territorio y, cuando éstos se negaron, los tildaron de insensatos, egoístas, locos, temerarios e irresponsables.

Esta repentina actitud hostil del gobierno británico hacia sus aliados polacos tenía una explicación.

Churchill y Roosevelt habían entregado Polonia a Stalin en Teherán en una conversación de minutos, sin plantear la más mínima batalla diplomática. Con una frivolidad desoladora, con una ligereza prepotente, los líderes anglosajones, apabullados ante Stalin, se habían plegado a sacrificar la integridad territorial y la soberanía de Polonia sin pestañear. La desmembración de Checoslovaquia acordada en la Conferencia de Munich de 1938, que tanto había indignado a Churchill, había sido un acto infinitamente más digno que la traición a Polonia perpetrada en Teherán. En Munich se había convocado una cumbre internacional para debatir el asunto, con la prensa convocada, con luz y taquígrafos y el acuerdo se hizo público inmediatamente. En cambio en Teherán todo se acordó en secreto. Mientras los checos se enteraron al momento de que debían entregar los Sudetes a Alemania, los polacos siguieron derramando su sangre durante meses junto a unos aliados que, en el más absoluto secreto, los acababan de traicionar.

Churchill, al regresar de Teherán y una vez liberado del embrujo que le causaba Stalin (y del estado de semi embriaguez con el que acudía a las sesiones), se dio cuenta de la monstruosidad que él y Roosevelt habían acordado con respecto a Polonia. Por lo menos él se había percatado de la gravedad del asunto, porque Roosevelt nunca llegó a ser consciente del tema (posiblemente nunca llegó a ser consciente de casi nada, más allá de lo que mejor convenía a su carrera política en cada momento). Como resultaba evidente que Stalin era el tipo de depredador que no soltaba una presa una vez cazada, y que la traición a Polonia acabaría haciéndose pública más pronto que tarde, Churchill entendió que lo único que podía salvar su prestigio ante la opinión pública y ante la posteridad era convencer a los polacos de que se hiciesen cómplices de su traición a Polonia. Esta es la razón por la que se dedicó en cuerpo y alma a intentar convencer a los polacos de Londres de que debían acceder a entregar la mitad de su país a Stalin. El general Anders lo expuso con claridad:

“Después de Teherán, el objetivo de la política británica, secundada en estos asuntos por Norteamérica, era no solamente infringir las obligaciones de su alianza con Polonia, sino obtener una apariencia de consentimiento de ésta en tal infracción. Tal conducta no podía permanecer oculta. Era imposible mantener en secreto su línea principal, aunque algunos pormenores quedaran disimulados. Se hizo patente, y aún se advertía más por la presión que en Julio de 1944 ejerció Downing Street, con ayuda de la Casa Blanca, sobre el señor Mikolajczyk, instándole a ir a Moscú, que éste era el hombre elegido para dar a Gran Bretaña y Estados Unidos el simulacro tan deseado del asentimiento polaco a su propia derrota.”[1]

A pesar de las recriminaciones injustas y del tono insultante con que Churchill las profirió, las divisiones polacas dependientes del gobierno del exilio siguieron combatiendo generosamente.

Tan sólo unos días antes de que comenzase la reunión entre británicos, polacos y soviéticos en Moscú, cesó toda resistencia en Varsovia. Los rusos absteniéndose de intervenir, habían permitido a los alemanes aplastar la sublevación y arrasar la ciudad. La mayor parte del Armia Krajowa había sucumbido. Cuando por fin el Ejército Rojo reanudó la ofensiva y avanzó hacia el Oeste a través de Polonia, los supervivientes del heroico ejército clandestino polaco fueron arrestados, desarmados y muchos de ellos deportados y asesinados. Las intenciones de Stalin, ese “viejo oso” entrañable, resultaban evidentes. La futura Polonia, además de sufrir una amputación territorial, iba a perder su libertad. Los polacos de Lublin, comunistas lacayos de Stalin seguían el avance de las tropas soviéticas y se iban haciendo cargo de la administración civil destituyendo fulminantemente a todos los que consideraban partidarios del gobierno polaco de Londres. La Carta Atlántica acabó resultando para los desdichados polacos una cruel burla.

“El Ejército Rojo prosiguió su avance en compañía de un Ministerio de Seguridad Polaco que era un mero títere en sus manos, y de un Ejército polaco con Zygmunt Berling al mando.

Eran tan pocos los comunistas polacos, en especial entre los oficiales, que este Ejército fue reforzado con oficiales rusos que tuvieran apellido polaco. El servicio de inteligencia del Ejército comunista polaco era íntegramente ruso. A medida que el NKVD fue apoderándose de una ciudad tras otra, procedió al desarme, la detención y a veces la ejecución de los hombres de la Armija Krajowa.”[2]

Mientras en Varsovia los resistentes luchaban y morían entre los escombros ante la complaciente pasividad de los ejércitos de Stalin, Franklin D. Roosevelt se dedicaba a manipular los sentimientos de los norteamericanos de origen polaco para asegurar su tercera reelección. Las encuestas para las elecciones de 1944 daban vencedor a Roosevelt. Sin embargo, en esta ocasión, a diferencia de lo ocurrido en las dos reelecciones anteriores, la ventaja de Roosevelt respecto al candidato republicano Thomas Dewey era mínima.

Para complicar aún más la situación, la campaña electoral coincidió con la batalla de Varsovia y llevó la cuestión de Polonia al primer plano de la actualidad. Algunos medios de comunicación norteamericanos se hicieron eco de la pasividad del Ejército Rojo ante la tragedia que se cernía sobre los patriotas del Armia Krajowa. Los norteamericanos de origen polaco, un colectivo nada desdeñable electoralmente, mostraban una gran preocupación por el futuro de Polonia, en la que seguían viviendo muchos de sus familiares y amigos. Pero no sólo eran los ciudadanos de origen polaco los que comenzaban a inquietarse. Una parte importante de los norteamericanos comenzaba a pensar que los aliados soviéticos, a los que Roosevelt había presentado ante la opinión pública como unos chicos estupendos, podían resultar a medio plazo tan poco fiables como los nazis.

Por esas fechas, Cordell Hull envió un mensaje al embajador en Moscú Averell Harriman, advirtiéndole de que en amplios sectores de la prensa y del público en los Estados Unidos, se percibía “una creciente preocupación y aprensión, que en muchos casos alcanza la sospecha, acerca de las auténticas intenciones del gobierno soviético.”[3]

Los rumores sobre la precaria salud de Roosevelt tampoco contribuían precisamente a favor de su candidatura a un cuarto mandato. Al final, el resultado de las elecciones podía ser tan ajustado que un puñado de votos podría inclinar la victoria de un lado o de otro. En tales circunstancias resultaba prioritario tranquilizar a los votantes de origen polaco, que tradicionalmente votaban por los demócratas y que ahora se mostraban indecisos, acerca de los compromisos de Roosevelt con la soberanía y la integridad del estado polaco para después de la guerra.

En este incierto escenario político, los barones del Partido Demócrata urgieron a Roosevelt a realizar gestos para evitar la pérdida del voto polaco.

El 11 de Octubre, en plena campaña electoral, Roosevelt invitó a la Casa Blanca a nueve prominentes líderes de la comunidad polaco-americana. Con su habitual verborrea huera e imprecisa, el presidente les aseguró su compromiso con la reconstrucción de Polonia como una gran nación. No mencionó ni de pasada el tema de las fronteras, pero con la astucia típica del político carente de escrúpulos, había mandado colocar en su despacho, de forma vertical, a modo de forillo, un gran mapa de Polonia con las fronteras de antes de Septiembre de 1939, de forma que la frontera oriental, claramente resaltada, coincidía con la del Tratado de Riga, no con la de la Línea Curzon que era la que él había aceptado en Teherán para complacer a Stalin. Roosevelt posó encantado con los ingenuos líderes polaco-americanos para los reporteros gráficos con el enorme mapa de fondo.

No contento con esta indignidad, el presidente invitó, dos semanas antes de las elecciones al presidente del Congreso Polaco-Americano (PAC), Charles Rozmarek. El encuentro tuvo lugar en Chicago a bordo del ferrocarril privado que Roosevelt usaba para recorrer el país en la campaña electoral. Rizando el rizo de la ignominia y la hipocresía, garantizó a su invitado que él no estaba dispuesto a renunciar a los principios de la Carta Atlántica ni a los de su famoso discurso de las Cuatro Libertades[4], y que, en consecuencia, podía asegurarle que Polonia recibiría un trato justo en la conferencia de paz que tendría lugar una vez alcanzada la victoria. Como consecuencia de todo ello, Rozmarek decidió apoyar la candidatura a la presidencia de Franklin D. Roosevelt y pedir a los centenares de miles de polaco-americanos que el PAC representaba, que votasen por Roosevelt.

En las elecciones que tuvieron lugar el 7 de Noviembre, Roosevelt ganó su tercera reelección con el noventa por ciento del voto de los americanos de origen polaco.

A la vista de estos acontecimientos podemos volver la vista atrás y recordar cómo, al finalizar la conferencia de Teherán en Noviembre del año anterior, Roosevelt había insistido taxativamente en que todo lo que allí se había hablado acerca de Polonia y sus fronteras permaneciese en el más absoluto secreto. Ni tan siquiera los ministros de su gabinete tuvieron acceso a las actas de la conferencia de Teherán[5]. Con frío cinismo, a un año de las elecciones, ya había decidido ocultar a la opinión pública de su país y en particular a los polaco-americanos las vergonzosas concesiones que él y Churchill habían hecho al tirano soviético sin la más mínima contraprestación por parte de éste. 

¿Habría ganado Roosevelt las reñidas elecciones de 1944 si los votantes polaco-americanos - y muchos otros ajenos a este colectivo – hubiesen conocido que un año antes, en Teherán, el presidente que ahora optaba a la reelección había traicionado absolutamente todos los principios de la Carta Atlántica al entregar Polonia a Stalin de espaldas al pueblo polaco?

Por si alguien albergaba alguna duda del negro destino que aguardaba a Polonia, el 5 de Enero de 1945, unilateralmente, sin consultar con sus aliados occidentales, la Unión Soviética reconoció al títere Comité de Lublin como gobierno provisional de Polonia.


[1] Wladyslaw Anders, Op. Cit., p. 311.
[2] Donald Rayfield, Stalin y los verdugos, Taurus, 2003, p. 467.
[3]Lynne Olson y Stanley Cloud, For your freedom and ours: the Kosciuszko Squadron, the forgotten heroes of World War II, Arrow Books, 2004, p. 361.
[4] El 6 de Enero 1941 Franklin Roosevelt pronunció este famoso discurso en el que mencionaba las cuatro libertades sagradas que inspiraban su actuación y que debían ser entendidas de aplicación universal. Estas libertades eran, en resumen, libertad de expresión, libertad de culto, libertad económica y libertad frente al terror y el miedo. Lo más grave es que Roosevelt estaba absolutamente convencido de que estas cuatro libertades eran respetadas escrupulosamente en la Rusia Soviética.
[5] En Agosto de 1944 Henry Morgenthau, Secretario del Tesoro, viajó a Inglaterra acompañado de tres funcionarios de este Departamento para recabar apoyos a su futuro plan diseñado para dispensar un tratamiento especialmente cruel a la Alemania derrotada. Por una extraña indiscreción de Anthony Eden, Morgenthau pudo acceder a las actas de la conferencia de Teherán que desconocía por completo. Increíblemente, el Secretario de Estado Cordell Hull, supuestamente el máximo responsable de la política exterior norteamericana, tampoco sabía nada de estas actas ni de los acuerdos secretos adoptados y,  a su vez, las vio por primera vez cuando Morgenthau, a su regreso a Washington, se las enseñó. El Secretario de Defensa, Henry Stimson, tampoco había tenido acceso a ellas. Esta era la peculiar forma de gobernar de Franklin D. Roosevelt.

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