martes, 20 de septiembre de 2011

EL CONFLICTO CON EL MUNDO ÁRABE (XVI). Jorge Álvarez

La Guerra del Yom Kippur (I)

Anwar El-Sadat, sucesor de Nasser en la presidencia de Egipto

El 28 de Septiembre de 1970 había fallecido el Rais egipcio, Gamal Abdel Nasser. Su repentina muerte fue acogida con inmenso dolor en el mundo árabe. Le sucedió al frente de la república el vicepresidente Anwar El-Sadat. El continuismo de la línea nasserista parecía más que asegurado con el nuevo líder y durante los primeros tres años del mandato de Sadat, esa era la impresión generalizada. Egipto seguía siendo el faro del nacionalismo árabe laico y el más tenaz enemigo del Estado de Israel.

Después de la catástrofe de 1967, Egipto y Siria habían ido recomponiendo su arsenal gracias a los suministros procedentes de la Unión Soviética. Entre 1968 y 1973 los árabes (y sobre todo los egipcios), recibieron armamento ruso de última generación en grandes cantidades y quince mil asesores soviéticos se establecieron en Egipto y Siria para adiestrar a los soldados árabes en el manejo de las nuevas armas. Conscientes del papel decisivo que había desempeñado en la derrota de 1967 la superioridad aérea israelí, los ejércitos árabes se hicieron con un imponente arsenal de sofisticadas armas antiaéreas, los misiles tierra-aire SAM en las versiones SA-2, SA-3, SA-6 y SA-7 y diferentes cañones antiaéreos de 23 mm en montajes cuádruples con dirección de tiro por radar para proteger a su vez a las baterías de misiles SAM. Estos misiles constituirían una desagradable sorpresa para los confiados pilotos judíos cuando comenzasen las hostilidades.

Sadat, desde muy pronto, se dedicó a jugar con dos barajas. Mientras se preparaba para la guerra y amenazaba públicamente a Israel en la más pura tradición “naserista”, de forma absolutamente secreta había establecido un puente de comunicación con los Estados Unidos, en concreto con el Consejero de Seguridad Nacional de Nixon, Henry Kissinger.

¿Cuáles eran las intenciones de Sadat? La impresión generalizada de la opinión pública árabe, israelí y occidental era que mantenía la línea dura de su predecesor Gamal Abdel Nasser en el liderazgo de la causa árabe antisionista. Los servicios secretos israelíes no habían captado la naturaleza de las intenciones de Sadat ni de su ambiguo juego. El presidente egipcio había diseñado un complicado plan a medio plazo que, bajo la apariencia de una política irreconciliablemente hostil hacia Israel y occidente, realmente buscaba el objetivo contrario. Sadat, realmente, había decidido acabar con el eterno estado de guerra que existía desde 1948 entre Egipto e Israel. Aspiraba a recuperar el territorio del Sinaí perdido en 1967 a cambio de sellar unilateralmente la paz con el estado judío incluso a costa de romper el compromiso de las naciones árabes de no negociar ni reconocer a Israel fuera del marco de la Liga Árabe. Sabía que si llegaba a dar ese paso Egipto sería repudiado por el resto de las naciones árabes y sufriría el aislamiento más absoluto por parte de las mismas. Pero estaba dispuesto a dar ese paso… si a cambio recibía el respaldo diplomático y económico de los Estados Unidos. En definitiva, Sadat había decidido efectuar un realineamiento radical de la política exterior egipcia. Además, estaba convencido de que la única forma de conseguir este objetivo pasaba por una confrontación previa con Israel. Antes de sentarse a negociar con los judíos para ganarse el apoyo de los norteamericanos, Sadat necesitaba dar un susto en toda regla a Israel y demostrarle que era más conveniente tener a Egipto como amigo aunque fuese a cambio de alguna concesión: la devolución de la península del Sinaí. Además, la recuperación de este territorio perdido de forma humillante en 1967, permitiría a Sadat “vender” mejor al pueblo egipcio el giro radical que iba a dar la política de la nación.

Siria, por su parte, también aspiraba a forzar a Israel a una negociación que le permitiese recuperar los Altos del Golán perdidos en 1967. Sin embargo, la jugada política del líder sirio, Hafed El-Assad, era de menor recorrido que la de Sadat. De ninguna forma pensaba El-Assad en sellar una paz unilateral con Israel al margen de la Liga Árabe ni realinear a Siria con el bloque yanqui-sionista. Pero, naturalmente, las verdaderas intenciones de Sadat le eran totalmente desconocidas.

Desde el fin de la Guerra de los seis Días en 1967 Israel y Egipto no habían cesado de hostigarse mutuamente de múltiples formas en una prolongada guerra de desgaste que duró hasta 1970: golpes de mano de agentes infiltrados, tiroteos en las fronteras, escaramuzas entre unidades de infantería, duelos de artillería de intensidad variable… Todo el mundo sabía que la inestabilidad de la zona podía conducir a una nueva guerra abierta en cualquier momento.

Sin embargo, la decisiva victoria de 1967 había inoculado en la sociedad israelí una sensación de invulnerabilidad que se mezclaba de forma peligrosa con un generalizado desprecio por la capacidad militar de los árabes. Israel, después de sus victoriosos enfrentamientos con éstos en 1948 y 1967, había llegado a la conclusión de que su superioridad militar era tan abrumadora, que poco debía temer de sus ofuscados vecinos. No obstante, por si las moscas, Israel decidió construir una especie de Línea Maginot en la península del Sinaí, justo en la orilla oriental del Canal de Suez. Los judíos se gastaron cerca de medio millón de dólares en levantar estas defensas, que se denominarían Línea Bar Lev.

Sadat, por su parte, había captado este estado de ánimo en Israel y pensaba que podría jugar a su favor. Durante más de dos años estuvo amenazando públicamente a los sionistas con la guerra, para a continuación, de forma deliberada, no actuar. Estas reiteradas amenazas incumplidas reafirmaban a los israelíes en su idea de que los árabes ladraban pero no mordían y cada vez estaban más convencidos de que las amenazas del presidente egipcio estaban únicamente destinadas al consumo interno de las masas nacionalistas del mundo árabe.

En 1972, mientras los judíos daban por hecho que los árabes no se atreverían a lanzar una nueva guerra abierta contra sus invencibles fuerzas armadas y que si lo intentaban sufrirían de nuevo una aplastante derrota, los egipcios y los sirios comenzaban a planificar su estrategia conjunta. Pretendían devolver a los judíos el golpe de 1967 atacándoles por sorpresa, tal y como les habían hecho a ellos entonces. Pero si en algo estaban de acuerdo por completo egipcios y sirios era en los objetivos limitados de la guerra que estaban a punto de desencadenar. De ninguna manera pretendían destruir al Estado de Israel y echar a los judíos al mar, como reiteradamente ha dicho la propaganda de los sionistas y de sus admiradores. Tanto Assad como Sadat eran conscientes de que ese objetivo resultaba absolutamente inalcanzable para la capacidad militar de sus naciones. El objetivo militar de los árabes era penetrar en las defensas israelíes, los egipcios a través del Sinaí y los sirios a través de Galilea, derrotar a las fuerzas israelíes que les saliesen al paso, ocupar la mayor extensión posible de los territorios que les habían sido arrebatados por Israel en 1967, pasar a la defensiva y concertar una conferencia de paz en condiciones ventajosas de forma que pudiesen recuperar en las negociaciones el prestigio y los territorios perdidos en la Guerra de los Seis Días. En definitiva, la acción militar que planeaba Egipto (y hasta cierto punto Siria), se parecía más a una revancha limitada que a una guerra de exterminio, como la vendieron los judíos.

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