jueves, 20 de octubre de 2011

LABANDA DEL TESORO (XI). Jorge Álvarez

El PLan Morgenthau: el plan de Harry Dexter White (VI)


Robert D. Murphy

La primera reunión del recién creado comité del gobierno para Alemania tuvo lugar el martes 5 en la oficina del Secretario de Estado. Asistieron los tres secretarios y Hopkins como coordinador del comité. Sorprendentemente, Hull, se puso decididamente del lado del Tesoro, ante la incrédula mirada de Stimson. De repente, el veterano Secretario de Estado, cuyo departamento había elaborado planes más realistas y menos draconianos que los que proponía Morgenthau, se mostraba ahora partidario del vengativo plan propuesto por su colega del Tesoro. Stimson volvió a insistir en que se debería dar a Alemania un trato acorde con los principios del Cristianismo, pero fue en vano; se había quedado en minoría. Como el propio Stimson escribió, al finalizar la reunión, resultaba evidente que el gabinete se encontraba “irreconciliablemente dividido”.

El pesimismo de Stimson, que regresó al departamento de Guerra  terriblemente abatido, y así se lo hizo saber a McCloy, contrastaba con la euforia con la que Morgenthau irrumpió en la dependencias del Tesoro para relatar a sus colaboradores las buenas nuevas. Y, en una conversación con Hopkins ese mismo día, dijo:

“Por primera vez, estuve a punto de levantarme y besar a Cordell”.

Y también le hizo al confidente de Roosevelt una revelación de gran calado, que, sin embargo, los historiadores suelen pasara por alto:
“Lo que Stimson quiere es una Alemania fuerte que sirva como tapón frente a la Unión Soviética, pero no ha tenido las agallas para reconocerlo”.

Esta afirmación revela cuáles eran las intenciones que se ocultaban detrás del Plan Morgenthau, que eran las que habían movido al agente de influencia Harry D. White a convencer a su jefe de la necesidad de tal plan para la Alemania derrotada. Castigar a los jerarcas nazis era una  cosa y  arruinar a Alemania y convertirla en un país subdesarrollado era algo muy diferente. Esta opción maximalista tenía, desde cualquier punto de vista económico y geoestratégico, una única beneficiaria: la Unión Soviética.

Churchill, por ejemplo, que nunca dejó de ser un conservador victoriano típico, entendía que después de la derrota de Hitler, la Unión Soviética se convertiría en el problema al que deberían hacer frente las democracias liberales. Y contaba para el futuro inmediato con una Alemania desnazificada, pero reconstruida lo antes posible, como primera barrera de contención frente al comunismo. Churchill, en los relativamente escasos momentos en los que no estaba borracho, era consciente de que para acabar con la Alemania nazi habían tenido que alimentar al monstruo ruso, y en momentos de lucidez, su conciencia le atormentaba con la idea de que tal vez la guerra para destruir al nazismo iba a concluir dejando al mundo en una situación peor de la que se encontraba antes de estallar el conflicto. En Gran Bretaña existía un grupo de líderes políticos y militares que compartía, de puertas para adentro, esta preocupación con su Primer Ministro. En cambio, en los Estados Unidos, la inmensa mayoría de las élites (comenzando por el presidente), y de los creadores de opinión, seguían negándose a admitir que el mundo de postguerra podía desembocar en una rivalidad entre el bloque soviético marxista y el liberal capitalista. La sociedad americana vivía inmersa en el sueño rooseveltiano de la eterna cooperación con la URSS, en el marco de la incipiente Organización de las Naciones Unidas, que convertiría al planeta en un idílico remanso de paz, libertad y prosperidad. Para los agentes soviéticos infiltrados en la administración de Roosevelt, esta atmósfera de progresismo “buenista” que envolvía Washington, era perfecta para utilizar su influencia proponiendo políticas de cooperación con la URSS, que en realidad, sólo beneficiaban a ésta.

La afirmación de Morgenthau, refleja con claridad la intención que se escondía detrás de su plan para Alemania. Harry Hopkins se mostró totalmente de acuerdo con Morgenthau (después de todo, no lo olvidemos, Hopkins era colega de White en el servicio secreto soviético):

“En cuanto tenga una oportunidad avisaré al Jefe (Roosevelt), porque estoy convencido de que estallará justo delante de la cara de Stimson. Eso le hará asentarse, ya me entiendes.”

Al día siguiente, miércoles 6, por la tarde, tuvo lugar una nueva reunión del Comité en la Casa Blanca, con la presencia de Roosevelt. La reunión fue demasiado breve y no dio tiempo a profundizar demasiado, pero Morgenthau salió de ella con un ánimo bien diferente al del día anterior. El presidente había actuado de forma evasiva, sin tomar claramente partido por un punto de vista u otro y había dejado caer la idea de que, si bien había que tratar a Alemania con dureza, tal vez no sería conveniente desmantelar las industrias del Ruhr. Y este punto resultaba irrenunciable en el plan de Morgenthau.

A la mañana siguiente, 7 de Septiembre, Roosevelt llamó a Morgenthau a la Casa Blanca. El presidente quería tranquilizar a su viejo amigo, que había salido algo preocupado de la reunión del día anterior. Roosevelt le hizo una confidencia:

“No te desanimes por lo de ayer. La cuestión parece que gira fundamentalmente en el cierre de las fábricas (del Ruhr), y nosotros tenemos que ver la manera de hacerlo de forma gradual.”

Comenzaba a resultar evidente que Roosevelt se estaba alineando definitivamente con la estrategia del departamento del Tesoro frente a la del Departamento de Guerra. No sabemos con certeza la razón por la que lo hizo. Si bien es cierto que el presidente sentía una especial antipatía no sólo hacia el régimen nazi sino también hacia los alemanes como pueblo, nunca había mostrado el más mínimo interés en adoptar antes del fin de la guerra ninguna política concreta para el tratamiento de la Alemania derrotada. En general era típico de la forma de actuar de Roosevelt durante la guerra no abordar los debates sobre las grandes decisiones políticas acerca de la organización del nuevo orden internacional mientras no concluyesen las hostilidades. Él prefería dilatar estas cuestiones al máximo, sobre todo si afectaban a asuntos que pudiesen molestar a los soviéticos. Nunca quiso hablar de las fronteras de Polonia, ni de la situación de Grecia, ni del futuro de las repúblicas bálticas. Con una extraña mezcla de candidez y estulticia, pensaba que su gran invento, la ONU, con la colaboración desinteresada de la URSS, resolvería todos estos problemas a su debido momento. Sin embargo, en el asunto del tratamiento de la Alemania vencida accedió con bastante facilidad a la propuesta de Morgenthau (es decir de Harry D. White) de decidir una política concreta para antes del fin de la guerra. La oposición obstinada de Stimson al plan diseñado por el Tesoro debió desconcertar bastante al presidente, que no se sentía nada a gusto en las discusiones ácidas. Durante las movidas semanas de finales de Agosto y principios de Septiembre, Roosevelt dio la sensación de verse envuelto en una polémica que le incomodaba. De su comportamiento parece lógico deducir que sus sentimientos estaban en la línea de una paz punitiva como la que le sugería su ministro del Tesoro, con el que le unían además fuertes lazos de amistad y en el que confiaba ciegamente  y que esto es lo que además le aconsejaba su corazón. Sin embargo,  cada vez que alguien le hacía ver fríamente desde perspectivas lógicas y de ortodoxia económica el disparate que suponía para la recuperación de toda Europa el plan defendido por Morgenthau, le entraban dudas. En algún momento entre finales de Agosto y principios de Septiembre, algo o alguien resultó decisivo para que Roosevelt definitivamente decidiese rechazar la lógica y atender a la venganza irracional. Sin ninguna prueba definitiva por el momento, me inclino a pensar que la intervención ante el presidente de algún personaje que podía ejercer una gran influencia sobre él debió resultar decisiva. Y no existían muchos individuos con esa capacidad y a tan alto nivel. Por razones que más adelante veremos, ese personaje no pudo ser otro que Bernard Baruch.

Dos días después, el 9 de Septiembre el Comité se volvió a reunir. Pero antes, el presidente mantuvo un encuentro con Robert Murphy que estaba a punto de partir para Europa. Este diplomático de carrera estaba asignado al cuartel general de Eisenhower como asesor en asuntos de política internacional. Roosevelt reveló a Murphy algunas de las razones que le impulsaban a tratar con dureza a la Alemania derrotada. Le soltó su cantinela de que los criminales nazis debían ser ejecutados sin miramientos ni procedimientos legales y le confesó que la razón por la que había que tratar con dureza a los alemanes derrotados no era otra que convencer a los soviéticos de que los Estados Unidos querían cooperar con ellos y que era preciso hacer gestos para que Stalin no pudiera dudar de la buena voluntad del gobierno americano.

Esta charla, como más adelante veremos, pudo tener mucha más trascendencia de la que a simple vista podría parecer. Murphy, como es lógico, debió interpretar que las afirmaciones del presidente resumían los planes del gobierno relativos a la ocupación de Alemania. Y, naturalmente, se las transmitió a Eisenhower, quien, como ya vimos, era también partidario de castigar con dureza a los alemanes. Sin embargo, lo que Roosevelt dijo a Murphy no era más que la opinión personal del presidente puesto que el gabinete no había llegado aún a aprobar ninguna política acerca del tratamiento a Alemania y, por supuesto, no existía ninguna orden escrita ni documento oficial que recogiese la “doctrina” que Roosevelt había expuesto a Murphy.

Por la tarde tuvo lugar una nueva reunión del Comité en la Casa Blanca. Iba a ser la última reunión antes de la cumbre con Churchill, que tendría lugar dos días después en Quebeq. Morgenthau asistió con varias copias encuadernadas de su Plan, que oficialmente llevaba en la cubierta el pomposo título de “Programa para evitar que Alemania comience la tercera Mundial”. Considerando que Alemania estaba en ruinas y que la Unión Soviética se estaba apoderando de media Europa, sólo el título de este panfleto procomunista debería haber sido lo suficientemente elocuente como para que ningún gobierno serio del mundo lo pudiese tomar en cuenta. Realmente parecía una especie de broma de mal gusto. Sin embargo, los Estados Unidos de Roosevelt eran un caso aparte.

Lo más destacable de la reunión fue la “ausencia” anímica de Hull, que apenas abrió la boca y la intervención muy significativa del presidente apoyando un aspecto fundamental del documento presentado por Morgenthau. Uno de los capítulos más importantes del plan se titulaba: “Es una falacia que Europa necesite una Alemania industrialmente fuerte”. Roosevelt se detuvo en este título y dijo:

“Todos los economistas dicen lo contrario, pero yo estoy de acuerdo. Es más, creo en una Alemania agrícola.”

El plan de Morgenthau también incluía la propuesta de ejecutar sumariamente y sin proceso legal a los “criminales nazis”, casualmente en la misma línea que el presidente había expuesto a Robert Murphy unas horas antes.

Stimson volvió a insistir en su total oposición al desmantelamiento de la industria alemana. Se habló también de las propuestas para dividir a Alemania en varios estados, a lo que Stimson también se negó, si se trataba de una división permanente.

La reunión finalizó con un nuevo triunfo de Morgenthau. Todo parecía indicar que su plan se iba a convertir en la política oficial del gobierno americano para la Alemania derrotada. Y dos días después tendría lugar la Conferencia de Quebeq con Churchill al frente de la delegación británica.

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