sábado, 15 de octubre de 2011

POLONIA TRAICIONADA. CÓMO CHURCHILL Y ROOSEVELT ENTREGARON POLONIA A STALIN (XVI). Jorge Álvarez

El capítulo final de los combatientes polacos en los ejércitos anglosajones (I)

Fiorello LaGuardia, de pie frente al micrófono, hablando en un mítin del Jewish Labor Committee en 1935

Una vez finalizada la guerra en Europa todos los soldados de los ejércitos victoriosos soñaban con la orden de desmovilización para poder regresar a sus casas cuanto antes. Los polacos, no. Ellos habían luchado contra los alemanes integrados en las fuerzas británicas con la esperanza de que la derrota de Alemania supondría la liberación de Polonia. Ellos aspiraban a que su sacrificio combatiendo en frentes muy lejanos a los de su patria - Italia, Francia, Holanda - sería tenido en cuenta en el momento de la victoria y de la conferencia de paz. Ellos tampoco ignoraban que en aquellos momentos constituían la única fuerza militar polaca libre y que para su pueblo oprimido representaban la última esperanza de independencia y de libertad. No querían quitarse el uniforme y entregar las armas mientras Polonia siguiese bajo la bota soviética. Mientras los soldados británicos, norteamericanos, franceses, canadienses, indios o neozelandeses que habían luchado en Italia junto con el II Cuerpo polaco se mostraban eufóricos por la victoria y por las perspectivas de una inminente desmovilización, los soldados de Anders sentían que la guerra no había terminado y que a ellos aún les quedaba mucho por hacer.
El 23 de Julio, en plena conferencia de Potsdam, el Alto Estado Mayor de las fuerzas aliadas comunicó al general Anders, mediante un escueto despacho que, a la vista del reconocimiento del gobierno polaco de Varsovia por parte del gobierno británico, no se permitiría el reclutamiento de nuevos soldados para el II Cuerpo polaco.

El 24 de Agosto de 1945, a las tres semanas de finalizada la conferencia de Potsdam y nueve días después de  la rendición de Japón, el general Anders escribió al general Alexander una larga carta, de la que extraigo algunos de los párrafos más significativos:

“La razón principal de la inquietud y zozobra del soldado polaco es la aguda sensación de que, a pesar de estar seguro de haber cumplido su deber, tanto él como su patria han sido engañados, y de que las circunstancias no permiten su regreso a la Polonia independiente y libre por la cual han combatido con tanto tesón.”

[…]Ahora que la guerra contra el Japón se ha visto coronada por el triunfo, y los principios de libertad y de los derechos del hombre se han impuesto en casi todo el mundo, los soldados polacos ven con espanto que Polonia, con el consentimiento de sus aliados, se encuentra en la parte de Europa que se ha entregado al control de Rusia, bajo el cual todos esos principios son objeto de constante violación.”

[…]”En lo que se refiere a Polonia misma, aun después de la definitiva victoria aliada, queda esclavizada, en términos aún peores que bajo la ocupación alemana. Casi a diario recibimos informes de polacos evadidos del país, y todos ellos confirman que la nación polaca se ve maltratada y el país saqueado por las fuerzas de ocupación. Las declaraciones tranquilizadoras de miembros de diversos Gobiernos y de la Prensa no bastan para alterar esa realidad.”[1]

Este extenso memorándum le fue entregado en mano al mariscal Alexander el mismo día 24 por el oficial de enlace británico en el cuartel general del II Cuerpo polaco. Sin embargo, el general Anders nunca recibió una respuesta. Como él mismo señaló,

“No he recibido la menor indicación respecto a lo ocurrido con mi memorándum. Sencillamente desapareció como una piedra que se lanza al agua.”[2]

Casi todos los altos mandos británicos y canadienses que habían combatido junto a unidades polacas (como la 1ª División Acorazada en Normandía, el II Cuerpo polaco en Italia o la 1ª Brigada Paracaidista en Holanda), entendían la terrible desazón que corroía el espíritu de estos soldados. Los habían visto pelear y morir a su lado y veían con simpatía su causa. Sin embargo, los políticos y los periodistas británicos, en general, preferían ignorar en la medida de lo posible a estos valerosos aliados que, de repente, se habían convertido en un problema político-diplomático y en un engorroso estorbo.

El gobierno polaco de Londres y los más de doscientos mil soldados polacos que habían luchado a sus órdenes, con su firme rechazo a reconocer ninguna legitimidad al gobierno títere de Varsovia y con su negativa a regresar a la Polonia sojuzgada por Stalin, estaban dejando en mal lugar a las autoridades británicas y norteamericanas y haciendo muy visible la terrible injusticia que los aliados occidentales habían cometido con ellos.

Pero tanto el gobierno de Su Majestad como el de Washington, se habían convertido en rehenes de sus propias mentiras. Durante años habían dirigido a sus ciudadanos, a través de los medios de comunicación, el mensaje de que el aliado comunista era ejemplar. Los periódicos, las emisoras de radio y el cine, en Gran Bretaña y en Estados Unidos, habían presentado a la Unión Soviética como una nación democrática de hombres libres y a Stalin como un campeón de la libertad y de los derechos humanos. Los noticiarios y la prensa escrita no cesaban de elogiar el sacrificio del aliado soviético, su valor, su abnegación y su generosidad. Hollywood rodó varias películas de propaganda, protagonizadas por rutilantes estrellas del cine y ambientadas en Rusia, que ensalzaban a los soldados y a los dirigentes soviéticos y presentaban ante el público americano y británico a la Unión Soviética como un paraíso en el que los ciudadanos gozaban de todas libertades y de todos los derechos propios de una democracia occidental[3]. La propaganda norteamericana insistía en que la URSS y los Estados Unidos eran naciones muy parecidas, muy jóvenes, ambas surgidas de revoluciones emancipadoras de la opresión aristocrática, que compartían los mismos principios igualitarios y que se diferenciaban mucho de la vieja Gran Bretaña, repleta de prejuicios clasistas e imperialistas.

Winston Churchill, que a diferencia de Roosevelt, sí era consciente de la crueldad inherente a la naturaleza del régimen bolchevique, no podía explicar de forma coherente al pueblo británico por qué la Unión Soviética, ese país que había sido presentado como beatífico y heroico durante los cuatro últimos años, constituía de repente una amenaza para la libertad de otros pueblos. Y, aunque lo intentase, nadie le creería.

En los Estados Unidos el New Deal rooseveltiano había impregnado la Casa Blanca y las sedes gubernativas de Washington de un progresismo bastante infantil, pero no por ello menos peligroso. Mientras en Gran Bretaña una gran parte de la clase dirigente jaleaba en público a la Unión Soviética pero de puertas para adentro no ignoraba el carácter esencialmente tiránico y criminal del bolchevismo, en los Estados Unidos casi todos los dirigentes, comenzando por el presidente y la primera dama, habían creído firmemente en la virtud del comunismo y en la bonhomía de Stalin. El mismo presidente Truman, bastante más conservador que Roosevelt, comenzó su mandato bajo el influjo del ambiente prosoviético que había calado en la administración americana y completamente convencido de que Stalin era un dirigente íntegro y justo, cargado de buenas intenciones y en cuya palabra se podía confiar.

Así las cosas, los polacos del exilio no podían contar con la comprensión ni la simpatía de las masas ni en el Reino Unido ni en los Estados Unidos. En este sentido resulta muy significativa la entrevista que mantuvo el general Anders en Roma el 23 de Julio de 1946 con el famosísimo exalcalde de Nueva York, Fiorello LaGuardia, que se había convertido en el Director General de la UNRRA (Administración de las Naciones Unidas para la Ayuda y la Reconstrucción). La iniciativa partió del propio LaGuardia, interesado en hablar con Anders para tratar acerca de la desmovilización de sus soldados y de la repatriación de los mismos. En concreto, el célebre exalcalde neoyorquino, informado de la negativa de la casi totalidad de los polacos del II Cuerpo a regresar a Polonia, quería conocer los motivos y, a ser posible, convencer a Anders para que reconsiderasen esta postura.

La tenaz insistencia de LaGuardia durante este encuentro con Anders para convencerle de que él y sus hombre debían regresar a su patria demuestra hasta qué punto los norteamericanos, obcecados con su propia propaganda, no entendían absolutamente nada de lo que estaba pasando en Polonia.

El curtido político italoamericano pensaba que si el gobierno de Varsovia daba garantías a los soldados repatriados de que no habría represalias, todos podrían regresar sin peligro. Aunque Anders le dejó muy claro que ni él ni sus soldados otorgaban el más mínimo crédito a la palabra del gobierno de Varsovia, por cuanto estaba absolutamente controlado por comunistas obedientes a Moscú, LaGuardia seguía sin entender las razones de esta desconfianza. Existía un muro entre ambos. El militar polaco conocía muy bien la forma de proceder de los soviéticos y sabía que su palabra, en general, no valía nada.

En cambio para LaGuardia, como para todos los liberals americanos, los comunistas eran unos idealistas, tal vez algo radicales, pero en definitiva, gente bienintencionada con la que se podía negociar razonablemente.


[1] Wladyslaw Anders, Op. Cit., pp. 398-399.
[2] Wladyslaw Anders, Op. Cit., p. 401.
[3] “Song of Russia” de Gregory Ratoff con Robert Taylor, “The North Star” de Lewis Milestone con Anne Baxter y Dana Andrews, “Mission to Moscow” de Michael Curtiz con Walter Huston, son buenos ejemplos de este cine procomunista que Hollywood produjo en los primeros años cuarenta.

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