sábado, 4 de mayo de 2013

RECETAS (PROBADAS CON ÉXITO) PARA SALIR DE UNA CRISIS

Un 30 de Abril hace ahora 68 años falleció Adolf Hitler. Desde su llegada al poder  hasta el estallido de la guerra, gobernó seis años en período de paz. Y, la verdad, en ese tiempo, hizo alguna que otra cosilla interesante. Por otra parte, la situación, recuerda bastante a la que vivimos hoy.
Las soluciones, no. 
 


Hitler llegó al poder en Enero de 1933 después de ganar las elecciones de Noviembre de 1932 con 196 escaños, casi el doble que el segundo partido más votado (los comunistas) y se hizo cargo de un país al que la democracia capitalista había arruinado. Más de seis millones de parados, es decir un 30 por ciento, un banco central sin reservas de oro ni de divisas, miles de empresas cerradas  y una inflación elevadísima, que empobrecía a los afortunados que aún cobraban un salario.
Alemania se había arruinado. Los gobiernos de la democracia habían gobernado con recetas económicas destinadas a satisfacer a los deudores exteriores de Alemania, es decir, a los vencedores de la Gran Guerra que le habían impuesto las desorbitadas reparaciones de guerra de Versalles. La República de Weimar se endeudaba, acudía a los circuitos internacionales de préstamo, es decir a los mercados financieros exteriores, y se endeudaba más para pagar sus deudas. Los gobernantes dictaban políticas económicas de austeridad interior para cumplir con sus acreedores del exterior.  Cuando estalló la crisis de 1929, esta demencial deriva estalló y el país entero entró en bancarrota.
Esta fue la situación que se encontró Hitler al llegar al poder después de haber ganado las elecciones de Noviembre de 1932.
Unos cuantos políticos de la democracia pensaron que sería bueno que Hitler asumiese el poder al frente de un gabinete de coalición. Teniendo en cuenta su inexperiencia de gobierno, sin duda fracasaría ante la dificultad de la tarea que le aguardaba, su crédito político se acabaría al igual que el de su partido y entonces, los de siempre, volverían a hacerse con el poder.
Pero Hitler tenía otros planes. Pensaba gobernar para los alemanes, no para los mercados financieros. Los economistas clásicos a los que expuso sus planes le dijeron sin excepción que las medidas que proponía o bien eran irrealizables o bien sólo servirían para empeorar las cosas. Afortunadamente para los alemanes, no les hizo caso y, en lugar de seguir cumpliendo con los deudores exteriores de Alemania y seguir pidiendo dinero a los capitalistas internacionales, decidió aplicar la política económica que figuraba en el programa con el que su partido había arrasado en las elecciones.
Entre el triunfo electoral de Hitler y 1938 se alcanzó el pleno empleo y el PIB de Alemania creció a un media del 11 por ciento y la inflación nunca superó el 1,2 por ciento.
Las grandes empresas comenzaron a obtener grandes beneficios, pero el régimen sólo les permitió repartir dividendos hasta un seis por ciento. El excedente de beneficios no repartidos se invertía en bonos del Reich. De esta forma, el estado se financiaba internamente, a tipos fijados por el mismo estado y anulando la dependencia de los mercados exteriores de capital especulativo. Los economistas clásicos objetaban que al hacer eso, las empresas dejarían de rendir por encima del seis por ciento o bien ocultarían los beneficios por encima de esa cifra. O bien se desincentivaría la producción o bien se favorecería el fraude. Nada de eso ocurrió. La producción industrial de Alemania no dejó de crecer durante la paz a un ritmo que, por ejemplo, los Estados Unidos de Roosevelt, con su inmensa riqueza, no consiguieron hasta que empezó la guerra.
Hitler siempre había dicho que no era partidario de nacionalizar empresas, porque confiaba más en la gestión privada que en la pública y que, en cambio, era partidario de nacionalizar a los empresarios. Y, desde luego, un Estado fuerte y que está firmemente decidido a imponer su autoridad, puede hacerlo. Hitler puso la economía a funcionar, puso la economía al servicio de la política y no al revés, hizo a muchos empresarios al borde de la ruina volver ganar dinero, reabsorbió el paro heredado de la democracia y acabó con los conflictos sociales en los centros de trabajo. A cambio, las élites alemanas, debían colaborar, debían devolver a la sociedad algo de la prosperidad que habían recuperado. Además, si no lo hacían, sabían que podían acabar en un campo de concentración. Es imposible que las élites económicas se avengan a renunciar a parte de sus privilegios para compartirlos con la sociedad si no existe un Estado fuerte con un cierto grado de coacción. Un estado débil, fraccionado en partidos que compiten por el poder y que necesitan financiación permanente para sus campañas, es el escenario ideal para que los supuestos representantes del pueblo se conviertan en empleados de la oligarquía y acaben actuando al servicio de ésta, en lugar de servir a la Nación.
La producción alemana se estaba recuperando de forma milagrosa, a marchas forzadas y sin acudir a los mercados financieros. Pero necesitaba importar materias primas y alimentos, los primeros para alimentar a la industria y los segundos para alimentar a la población. Pero, las transacciones internacionales, reguladas por los mismos capitalistas que habían provocado la Gran Depresión, debían hacerse en dólares o libras esterlinas y los pagos a cambio de las mercancías debían pasar por los circuitos financieros de la City en Londres y Wall Street en Nueva York. Alemania rompió el molde y comenzó a firmar tratados de comercio bilaterales con países emergentes al margen de estos circuitos de capital especulativo. Por ejemplo, locomotoras a cambio de trigo. Se acordaba una equivalencia, x toneladas de cereal por cada locomotora y se procedía a un comercio de trueque con transacciones libremente fijadas por los estados y prescindiendo de los cauces establecidos por el sistema financiero internacional. Si hay algo parecido al “comercio justo” que tanto le gusta a la progresía actual, creo que este sistema se le aproxima mucho.
Cinco años después de su llegada al poder, Hitler había conseguido el auténtico milagro económico alemán sin ayuda exterior. El del Plan Marshall no fue nada remotamente parecido, porque se produjo con préstamos salidos del bolsillo del contribuyente norteamericano a cambio de compras alemanas a las grandes empresas estadounidenses. Algo típico de las democracias, las oligarquías hacen grandes negocios privados… con dinero público.
A mediados de los años 30, los dirigentes socialistas y comunistas alemanes exiliados en Checoslovaquia, el Sarre y Francia, recibían informes en los que otros compañeros que permanecían emboscados en Alemania, describían con desolación cómo la inmensa mayoría de los obreros alemanes habían abandonado sus ideas marxistas para apoyar con auténtico entusiasmo al nuevo régimen. La lucha clandestina se había vuelto imposible, porque los mismos obreros que hacía tres o cuatro años militaban en las organizaciones sindicales del SPD o del KPD, ahora denunciaban a las autoridades a cualquiera que les entregaba propaganda clandestina de estas organizaciones.
La política económica de Hitler había conseguido recuperar la economía en un tiempo récord. Los alemanes, hartos de los políticos democráticos que garantizaban muchas libertades teóricas pero de facto negaban los derechos más esenciales, el derecho a un trabajo estable, a una vivienda digna, a la seguridad… apoyaron con entusiasmo al nuevo régimen.
La prueba más palpable de esto fue el Plebiscito del Sarre. Este territorio alemán altamente industrializado con 800 mil habitantes, de acuerdo con las estipulaciones del Tratado de Versalles, quedaba bajo la autoridad de la Sociedad de Naciones y la explotación de sus recursos cedida a Francia, durante quince años, de 1920 a 1935, año en el que se celebraría un plebiscito bajo tutela de la Sociedad de Naciones para que los habitantes decidiesen su futuro: mantener el estatus de ciudad administrada por la Sociedad de Naciones, incorporarse a Francia o volver a formar parte de Alemania. El Sarre fue uno de los principales refugios de los opositores a Hitler, y desde allí, divulgaban una tenaz y poderosa propaganda antinazi. Cuando llegó la fecha del plebiscito, estos opositores hicieron una intensa campaña, sufragada por Francia, para que los habitantes del Sarre votasen en contra de la reincorporación al Reich alemán. El argumento principal era que la Alemania de Hitler era una dictadura atroz y que por tanto era preferible permanecer fuera de ella y gozar de las libertades propias de las democracias. El 13 de Enero de 1935 tuvo lugar el plebiscito, organizado y tutelado por la Sociedad de Naciones. Votó el 95 por ciento del censo y el 90 por ciento optó por la reincorporación a la “tiránica” Alemania de Hitler. Los opositores volvieron a exiliarse.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial Alemania era ya una gran potencia económica con pleno empleo. Lo había conseguido en tiempos de paz. En cambio, los Estados Unidos de Roosevelt en 1938 vivieron la “segunda recesión” alcanzando los 13 millones de parados. Este estrafalario patricio neoyorquino descendiente remoto de judíos sefardíes españoles que habían llegado a Nueva Amsterdam procedentes de Holanda, había alcanzado el poder casi a la vez que Hitler. Sin embargo, dirigiendo un país inmenso y repleto de recursos de todo tipo, su política de estímulo de la economía a través del intervencionismo estatal, no tan diferente en su base de la que implementó Hitler, fracasó por completo. En 1938, mientras Alemania había alcanzado el pleno empleo, la economía americana seguía en recesión y el paro desbocado ¿Qué había fallado en el New Deal de Roosevelt? La democracia. El gobierno nunca pudo llegar a ejercer sobre las élites económicas el control necesario para evitar que cualquier conato de recuperación fuese aprovechado por el capital especulativo para hacer negocio a costa del capital productivo. Hitler había nacionalizado a las élites económicas alemanas, pero Roosevelt fracasó a la hora de nacionalizar a las élites americanas. El espíritu intrínsecamente egoísta del capitalismo sólo puede ser domesticado desde posiciones de poder y fuerza. Pero Roosevelt, cada dos años tenía elecciones al Congreso y a los dos siguientes nuevas elecciones presidenciales. Tenía que pedir dinero para sus campañas y sólo se lo podían prestar las élites económicas.
Uno de los historiadores anglosajones de moda, el exitoso escocés Niall Ferguson, escribió en 2007:
"No hay que subestimar la escala de éxitos económicos de los nazis, fueron reales e impresionantes. Ninguna otra economía europea logró una recuperación tan rápida."
 
"Cuando Hitler se convirtió en canciller había más de seis millones de alemanes en paro. En junio de 1935 la cifra había descendido por debajo de los dos millones; en abril de 1937, por debajo del millón, y en septiembre del mismo año por debajo del medio del medio millón. En agosto de 1939, solo había 34.000 alemanes registrados como desempleados.
¿Cómo se logró tal cosa? Ciertamente no gracias a los planes de creación de empleo financiados con créditos iniciados por los predecesores de Hitler. Durante la Depresión la inversión se había hundido; el gobierno lideró su recuperación con sustanciales incrementos del gasto en armamento y en infraestructuras."
"Teniendo en cuenta todas las advertencias que se habían hecho durante el período de Weimar, lo sorprendente era que todo esto se lograra sin un aumento significativo de la inflación. Entre 1933 y 1939, los precios al consumo aumentaron a un ritmo anual de solo el 1,2 por ciento. Ello significaba que los trabajadores alemanes habían mejorado no solo en términos nominales, sino también reales: entre 1933 y 1938, los ingresos netos semanales (después de impuestos) aumentaron en un 22 por ciento, mientras que el coste de la vida lo hizo solo en un 7 por ciento. La explicación radica en toda la serie de controles sobre el comercio, los flujos de capital y los precio que los nazis heredaron y ampliaron, así como en la manera subrepticia en que se financiaron algunos de los préstamos del nuevo gobierno, junto con la destrucción de la autonomía de los sindicatos, que eliminó la crónica "inflación salarial" que había afligido a la economía alemana en la década de 1920. En otras palabras, Keynes tenía razón cuando dijo que un régimen totalitario podía alcanzar el pleno empleo con una política fiscal expansionista, debido precisamente al hacho de que sería capaz de imponer los controles necesarios para ello."[2]
Hitler demostró que las naciones no necesitan endeudarse en el exterior, que se puede salir de una crisis estimulando las obras públicas y la fabricación de bienes de consumo sin necesidad de pedir dinero a los bancos, que un gobierno fuerte puede ejercer un control sobre los precios y los salarios evitando escaladas inflacionistas y que existe una forma de comercio exterior alternativo a los circuitos financieros capitalistas.
El periodista e historiador David Solar, habitual colaborador del diario El Mundo y de otras publicaciones del mismo grupo editorial, escribió:
“Preocupaba el daño que la política económica autárquica nazi estaba causando en las exportaciones norteamericanas en una época de grave crisis en Estados Unidos. La fecha de 1937 no es casualidad: en otoño de ese año, Estados Unidos padeció una de las oleadas depresivas más importantes de la década, llegando a 11 millones en número de parados y a 5 el de los empleados sólo a tiempo parcial. Y la guerra no sólo podría destruir al nazismo y al fascismo, sino que brindaba excelentes oportunidades de negocio; el propio Baruch escribía a comienzos de la guerra: “Si rebajamos nuestros precios, no existe razón para que no consigamos atraernos a los clientes de las naciones beligerantes perdidos a causa de la guerra. En tal caso, el sistema alemán de intercambio directo (trueque) quedará destruido.”

[1] David Solar, 1939: La venganza de Hitler, La Esfera de los Libros, 2009, p. 375.
[2] Niall Ferguson, La Guerra del mundo. Los conflictos del siglo XX y el declive de Occidente (1940-1953), Debate, 2007, pp. 324-327.
 

 

 

 

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